Hace 170 años…
La región más silenciosa del
Infierno era una larga extensión de terreno negro. Allí el cielo era rojizo, y
el aire, frío y pesado. La tierra, oscura como el carbón, era húmeda y gélida.
En ella sólo crecían troncos de árboles retorcidos y sin hojas, como en todo el
ecosistema del Reino de Hades.
Era común encontrar por allí mansiones
y palacios donde habitaban los seres no malditos: los demonios. Algunos con más
poder y riqueza que otros, celebraban banquetes y bailes. A veces incluso,
realizaban sacrificios por diversión o para el deleite del Rey Demonio. Otras
veces visitaban la zona en la que los malditos (es decir, los humanos
pecadores) eran castigados y torturados por sus crímenes en vida. Los demonios
encuentran deliciosos los gritos y aullidos de dolor de las víctimas; es uno de
sus mejores pasatiempos. Las súplicas y llantos inspiran las mejores poesías.
Así vivían los demonios. Tranquilos
en su burbuja de perversión y maldad, ya que el averno es un lugar
inmodificable: la maldad es algo que siempre ha existido y siempre existirá,
por lo que es una tontería cambiar el lugar donde habitan los seres más
malvados que existen.
Pero hubo un día en que aquella
villa de aristócratas demoníacos dejó de ser tranquila. Primero se escuchó el
silbido del viento más alto de lo normal, y luego, una impresionante explosión.
Una gigantesca onda verde lo sacudió todo, arrancando árboles de raíz a su paso.
Del castillo más imponente emanaba un brillo espectral, y de él salía una
columna de humo y polvo por la explosión. Todo este revuelo puso en alerta a los
guardias, que se acercaron al lugar para inspeccionar. Sabían que solo un demonio de los más poderosos
podía realizar tal conjuro: el de teletransportarse a otro mundo. Y todos
sabían perfectamente a quien pertenecía dicho castillo.
Ese ser tenebroso e intimidante
había ido al mundo humano.
En el mundo humano en ese
mismo instante…
Los primeros rayos del amanecer
empezaban a aparecer. Un pequeño gato de pelaje blanco como la nieve recibió de
lleno la luz. Agitó las orejas y la cola al despertarse, y luego se dio la
vuelta para evitar el sol, pero de poco le sirvió. Fastidiado, se levantó y
estiró con elegancia. “Quizá en casa pueda seguir durmiendo sin esa estúpida
bola luminosa me moleste” pensó. Nunca se alejaba de ella demasiado, así que
solo tuvo que subir a unas cajas apiladas para poder llegar a un muro e ir
saltando de tejado en tejado para llegar a su hogar. Se asomó al alfeizar de
una ventana del segundo piso y entro en la casa. Ahora se encontraba en un
luminoso dormitorio.
-Chef – alguien le llamó, pero el
gato prefirió ir hacia la blanca y esponjosa cama. –Chef, ven aquí.
Miró a la persona que le llamaba.
Esta estaba sentada en la silla del escritorio en frente de la cama. Sus
piernas estaban cruzadas, una de sus manos estaba apoyada en la mesa, y la otra
estirada en la dirección a la que se encontraba el pequeño felino, llamándolo.
El gato estiró las patas y se dirigió hacia él.
-Eso es, buen chico- le felicitó
su dueño. Antes le daba un poquito de pescado seco cada vez que se respondía al
nombre, pero ahora que lo tenía amaestrado no le daba nada.
Su amo olía a jabón y a ese
perfume especial que él poseía. Siempre llevaba la ropa impoluta y sin ni una
sola arruga. Su pelo estaba ligeramente peinado. Este era de un blanco parecido
al pelaje de su mascota, pero ligeramente gris. No era por la edad, simplemente
su cabello era así.
-Estaba escribiendo en mi diario,
ayer me encontraba demasiado fatigado como para hacerlo - dijo mientras dejaba al
gato a un lado de su escritorio. Después cogió una pluma plateada y la mojó en
el tintero para retomar su escritura.- No hay nada como escribir así - dijo
para sí mismo.
Por puro hábito, solía sentarse
cada noche a relatar su jornada. Su vida
era muy larga y podría olvidar ciertas cosas, así que era mejor llevar una
especie de registro. Nunca lo hacía en la cama, pues una vez manchó uno de sus
juegos favoritos de sábanas con unas gotas de tinta negra.
Alguien llamó a la puerta.
-Adelante.- La puerta se abrió y
una muchacha vestida de criada dio un paso en el interior de la estancia.
-¿Desea que le sirva el desayuno
aquí, señor?- dijo tímidamente. El hombre sonrió.
-Gracias, Valerie, pero lo tomaré
abajo, en el comedor.
-Sí, señor - le devolvió la
sonrisa sonrojada y salió silenciosamente cerrando la puerta con cuidado.
Caminó por el pasillo lleno de cuadros y, cuando estuvo lo suficiente mente
lejos, se puso a dar saltitos corriendo hasta la cocina. Allí se encontraban
dos mujeres más.
-¡Valerie, compórtate!- le riñó
la mayor de las señoras.
-¡Oh, mamá! ¡Pero él me ha
sonreído! Estaba tan guapo…
-¿”Mamá”?- inquirió la señora.
-O sea, mmmm, madre - se corrigió
Valerie.
-¡Estamos en la casa del
archiduque!- se escucharon pasos provenientes de las escaleras. La mujer calló
alarmada y se dirigió a su hija con siseos- Por favor, Valerie, compórtate,
¿vale?- Le pasó una bandeja con el desayuno y la animó a salir rápidamente de
la cocina.
En el comedor, el hombre esperaba
sentado de manera elegante, mirando el cielo por la ventana. Su gato jugaba con
las patas de la silla.
-Señor…- murmuró la criada con
respeto. Apoyó la bandeja sobre la brillante superficie de la mesa y dispuso la
comida como sabía que le gustaba al señor: la fruta a la izquierda, el pan y
sus acompañamientos a la derecha y el té en el dentro con su jarra de leche al
lado de él.
-Gracias, Valerie. ¿Y podrías
traerle a Chef un plato de leche templada?
-Claro, señor. Inmediatamente.-
Le brillaban los ojos.
-Gracias.- Y volvió a sonreír. La
muchacha regresó apresuradamente a la cocina sin poder contener su emoción.
El gato enfadado empezó a
maullar, nunca le traían la leche a no ser que su amo la pidiese. A lo mejor
era porque antes era un simple gato callejero.
-Toma, no te pongas así.- El
hombre vertió un poco de leche en el platito de la taza y se la puso en el
suelo al lado de la silla, junto con un poco de pavo.- Y cuando termines te
esperas a que te traigan más.- El felino se abalanzó a su esperado desayuno,
mientras su amo le miraba divertido.
Entonces su rostro se volvió
serio de repente… Cogió una de las manzanas del bol y la admiró dándole vueltas
entre sus dedos.
-Total, esto a mí no me llena.- Dijo para sí mismo.
Abrió la boca, mostrando su dentadura perfecta, donde le crecieron unos
colmillos. Los clavó en la fruta, y de
un mordisco arrancó media manzana. Y mientras masticaba lentamente la deliciosa
fruta, un poco de jugo se le escapaba entre las comisuras de los labios,
resbalando por su mentón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario